martes, 3 de junio de 2014

COLORES Y PIEDRAS




I
Sus cuerpos se movieron hacia el reparo del gran alero, ahora permanecen ahí. Quizás una tormenta los demora. Pasan horas y días. Uno de ellos se aleja en busca de leña. Todos están a la expectativa. Dos mujeres limpian lana en un cuenco que se hace en una piedra. Uno, quizás el mismo de siempre, se entretiene con hierbas: las mezcla, les canta contándole historias recientes de cazas. Ya está el ungüento. Lo prueba con la yema de su dedo índice, lo lleva a su boca que ahora calla. Reconoce el color y su justa textura.
Ya están alrededor del fuego. Único y centro de la escena. Lo miran de reojo a él que con su ungüento en un cuenco se acerca a una de las paredes. Además de cantar ahora también baila, al ritmo de los colores que va creando. Uno, el que se ocupa del fuego, se anima a decir una palabra, pero al unisonó todos lo hacen callar: “shhh”. Él toma la pluma que le han traído de la cima del cerro y hace estallar a su grupo sobre las rocas.



II
Se encontraron en una de las tantas previas con que en la Puna se espera el carnaval –casi con un mes de anticipación-. Ninguno de los pudo saber, ni sabrá como terminaron a la par.
Ahora, ella manejaba su camioneta. Una cerveza en su mano izquierda, algo de saliva con trocitos de coca en una de sus comisuras y la bolsa con hojas entre el estéreo y la palanca de cambio.  Cantaba para si las cumbias lamentosas de Alacia Delgado que sonaban a un volumen altísimo, que contrastaba con la velocidad en que se movía el vehículo. Él con un flequillo engominado que nunca caía mantenía sus ojos tremendamente abiertos fijos en el camino. Su asiento levemente reclinado hacia parecer su sonrisa como petrificada. Tenía un singani levantando temperatura entre sus piernas y el acullico de coca inflando su cachete izquierdo hasta el límite del desgarro.
Parecía estar todo ya realizado entre ellos, pero no era así: eran las cuatro de la tarde del día siguiente y aun estaban despiertos y juntos.
Luis la llamaba “Doña”. Ella estallaba en un grito que apenas superaba el silencio “Que no me diga Doña”. Le sonreía mientras pensaba en hacerle un arrumaco que nunca llegaba a la acción.
“Vayamos a cerro de las pinturas, Doña” se animo. Refunfuño sobre un sorbo de cerveza mientras comenzaba a manejar hacia el lugar. Ningún de los dos conocía el sitio ni necesitaron jamás saber de pueblos antiguos. Ni mil, ni cuatro, ni diez mil años podían hacer mella sobre sus cuerpos que venían de enredarse sobre estas arideces y sus historias que aun no terminaban.
La camioneta se detuvo al pie del Cerro Colorado, aun les quedaba bajar hasta la laguna. Debajo del flequillo de Luis habitaba una entusiasta sonrisa y el acullico continuaba creciendo en su cachete ahora brillante.
Bajemos Doña”. Más borracha que enfurecida levanto el volumen, reclino del todo el asiento y no tardo más de cuatro segundos en dormirse; sus comisuras fueron llenándose de babas hasta caer pasando por sus mejillas en el respaldo.
Bajo con su sonrisa encima, a pesar de cierto malestar por su soledad, por el sendero hasta el alero desde el que se podía ver toda la laguna. Llego: no había agua. El sol y él estaban solos. Quería estar con su borracha ganada la noche anterior.
Quedo de pie frente  a una gran roca con varios petroglifos (nunca pudo saber que así se llamaban). Nada del otro mundo, pensó. Solo marcas. La laguna seca. No entendía porque la llamaban colorada, y estaba solo. Su chola dormía cientos de metros arriba, aunque quizás ya no; quizás al despertar y verse sola comenzó la vuelta. Pensó en ella, en la cercanía de su cuerpo femenino borracho y flojo; tomo un pequeño palo quemado y con apuro escribió:
LUIS
Y
MAMERTA
De su sonrisa salió una nueva sonrisa mientras se acomodaba nuevamente el flequillo. Busco su celular en los bolsillos, quería llevarse al menos una foto para mostrarle a su chola, pero lo había olvidado en la camioneta donde ella reposaba su borrachera sin tener conciencia de sus letras.



III
Ya nos encontramos caminando en la Laguna Colorada. El guía de repente se detenía y explicaba, de memoria, lo que sostenía necesario. Los petroglifos se sucedían uno tras otro, como si una tormenta de siglos en un movimiento que abarcaba todas las mutaciones de esta geografía nos tuviese acorralados. Solo la frialdad de la fotografía parecía ser posible.
El cuerpo se me venía lento por el aburrimiento de las piedras. Decidí acercarme a una compañera de tour. Aun cuando la conquista sea imposible, improbable o hasta no deseado, los sentidos e ingenio de los que nos encontramos en esas cercanías de seducción se revitalizan. Nos aproximamos mutuamente sorprendiéndonos por la simultaneidad. Los cerros estaban en su lugar a pesar de la imperceptible erosión que este viento ejercía sobre ellos.  No dejamos de comentar ese proceso que jamás notamos.
Ah, mira, acá ya aparecen figuras antropomórficas”, dije o dijo, no recuerdo. El viento castigaba uno de los laterales de la gran piedra al reparo de la que nos hallábamos. Su pelo era movido. Pensé que había vértigo en su belleza y me creí inteligente.
Compartimos unas cecas y mates en el camino. Hablamos de las imágenes: de cóndores, llamas, zorros, de cruces y letras que se colaban entre las figuras. Lamentamos algunos graffitis y escrituras. Hablamos del estado. Me explico, mientras su rostro se ponía serio y pálido, los símbolos antiguos y narro algún que otro mito. Su lenguaje era académico. Nos entendimos.
Nos demoramos. Nombramos a Kusch, hablamos de Maimara, de fotos, de trabajos de campo… Hablamos. Nos atrasamos.
El grupo se detuvo en un alero desde el que se veía la pequeña laguna. Cantaban unos sapos. Todos eran indiferentes. Ni ella ni yo hicimos comentario alguno sobre ese dialogo ancestral. Alguien hablo de sacerdotes, de ceremonias, de energías. Prendimos un faso y nos alejamos. Recostados sobre unas piedras, bajo un alero mediante el que el viento silbaba melodías lejanas, mirábamos la laguna y una tormenta que venía de las altas cumbres de la puna. No nos mirábamos. Los rococos cantaban.
Planeamos regresar a la noche, era cercana la luna llena, a tomar San Pedro. Nos entusiasmamos. Una vez en el pueblo, mientras caminábamos por las centenarias calles de tierra, decidimos cambiar de lugar para tomar el cactus alucinógeno. La razón fue el temor de pisar los petroglifos que desde hace muchísimos años estaban en ese lugar, de profanar el sitio que han elegido los pueblos antiguos de la puna para expresarse.

5 de febrero 2014, Yavi.