Por álvaro l. urrutia
La obra de Duilio Pierri está atravesada por una búsqueda de lo esencial, de su propia identidad y con ella de la nuestra, a veces inaprensible. Se entrega al capricho de las materias y las formas determinadas por la situación histórica que lo rodea sin reparar en convenciones estéticas. Es producto de este andar que hoy nos presenta la serie “Reflejos de la memoria”.
El paisaje es la elección de nuestro artista. A través de él su mirada se reencuentra con la dimensión indoamericana. Presente ahora, por la empecinada negación, en colores y ritmos impredecibles. Pierri es consciente de que más allá de todo esfuerzo, lo que nos determina es lo telúrico; y por eso deja entrar en sus pinturas las voces de los antiguos del continente.
Duilio confiesa que siempre pintó paisajes, que implícitamente toda su obra está situada en estos escenarios. Aunque oculto en las etapas anteriores, el paisaje sobrevive entre ciudades, interiores, acontecimientos míticos, históricos o literarios.
En la serie de Interiores (1970-1980) el paisaje se filtra por las ventanas, espejos y cuadros de las habitaciones; también en las paredes encontramos cielos, árboles, ramas, frutos, y rutas que parten los campos . Hasta las figuras humanas tienen cabezas o cuerpos de animales. En la etapa de Nueva York (1980-1986), a través de los ventanales de los edificios y en los ojos-espejos de los mosquitos y moscas que recorren la ciudad, aparecen bosques y ramas, antecedentes de la serie que nos presenta. Las figuras son formas caricaturescas, apenas contornos, determinadas hasta casi la inexistencia por el ambiente en el que se encuentran.
Su búsqueda entre 1985 y 1986, a partir de El mito de Narciso, se dirige hacia lo mítico, histórico y literario. A su interpretación artística se le impone el paisaje. Así vemos, tanto en la serie nombrada como en El matadero, Sonetos de Miguel Ángel y Serie clásica, al hombre-dios producido por la inteligencia humana universal haciendo equilibrio en la escena.
A pesar de sus magnánimos esfuerzos se disuelven en el paisaje, y de sobreponerse a este lo hace con gestos desproporcionados. El artista se acerca a los antiguos que pintaban en piedras con materiales poco dóciles, pero acá el límite que existe es espiritual.
El paisaje que en las primeras etapas aparecía implícito, en un papel secundario, o en detalles casi casuales, comienza a explicitarse a principios de los noventa siguiendo un proceso por el que llegamos a la muestra actual donde él es el absoluto protagonista.
A pesar que algunos críticos vieron en este giro de su obra un retroceso, Duilio continuó redoblando la apuesta. Siempre supo que el desprestigio del cual es víctima el paisajísmo es injustificado y merece ser revertido.
En la supuesta tranquilidad de este nuevo horizonte se encontró con lo que había estado buscando. Eligió el paisaje por el desafío que implicaba. Lo imaginó como “naturaleza muerta”, pero lejos de ser así, encontró un profundo, impredecible e incesante movimiento. Este es lo esencial e identitario continental que como un río subterráneo toma voz en los colores del bosque.
Hoy, después de más de una década de pintura paisajística, su mirada no va hacia ellos desde una frialdad objetiva sino que se mueve por la herencia secreta, propiedad de los demonios continentales que revuelven la subjetividad americana.
En la serie Reflejo de la memoria se aleja de presentar la totalidad del bosque para recortar y hacer foco en pedazos desde donde el artista ahonda en los detalles de su estar cambiando constantemente. Estas pinturas dan la sensación de una aproximación brusca, a tal punto que él no alcanza a esconder sus fantasmas vegetales. Así “Un fuego brilla” nos entrega esa sensación de movimiento que gira la mirada hacia un costado, mostrándonos la velocidad de la percepción.
El paisaje continental no se mantiene callado ante este arrebato del artista sino que deja escapar mil voces indoamericanas, masas indomables llamadas a educar todo lo que se les cruce en su andar impredecible y desenfrenado. Estos cantos, ritmos y gritos son plasmados por nuestro artista con “colores chirriantes” en “combinaciones combustibles”, como bien adjetivó Fabián Lebenglik.
Los cuadros que componen esta muestra van cambiando de espacio y forma con el tiempo y la ubicación del pintor. Encontramos troncos, ramas y hojas-pinceladas que varían caprichosamente. En “Rompecabezas”, doce cuadros pequeños pueden ser mirados como uno solo. Duilio nos coloca frente a un bosque haciendo foco, una y otra vez, encontrando en cada pintura colores y formas heterodoxas e independientes de la totalidad, sin afectar la continuidad del árbol que lo excede.
“Dos alcornoques en el este” y “Comechingón” nos muestran desde una cercanía algo difusa ramas que se enredan, se acarician y se abrazan en una copulación alucinante de colores encendidos a punto de estallar en mil verdades telúricas.
Adentrándonos en el bosque nos abisma la negación del cielo en “Reflejo”. Un elemento que a lo largo de esta serie sólo aparece en los nombres de los cuadros, de clara herencia romántica (“Celestial”, “Fuerza celestial”, “Horas de primavera”…). En el lago o río de esta pintura no se reflejan sino troncos y ramas; y en confusas sombras teñidas por el agua están las hojas-pinceladas de sus bosques.
Lo divino, lo mítico no es un hecho histórico o una fría superstición, Duilio lo encuentra en los paisajes continentales: “Reflejos de la memoria” nos hace entrar al bosque.
No nos queda más que callar.
Oír al menos un ruido que nos ayude a salir por otro lado inevitablemente indoamericano.
La obra de Duilio Pierri está atravesada por una búsqueda de lo esencial, de su propia identidad y con ella de la nuestra, a veces inaprensible. Se entrega al capricho de las materias y las formas determinadas por la situación histórica que lo rodea sin reparar en convenciones estéticas. Es producto de este andar que hoy nos presenta la serie “Reflejos de la memoria”.
El paisaje es la elección de nuestro artista. A través de él su mirada se reencuentra con la dimensión indoamericana. Presente ahora, por la empecinada negación, en colores y ritmos impredecibles. Pierri es consciente de que más allá de todo esfuerzo, lo que nos determina es lo telúrico; y por eso deja entrar en sus pinturas las voces de los antiguos del continente.
Duilio confiesa que siempre pintó paisajes, que implícitamente toda su obra está situada en estos escenarios. Aunque oculto en las etapas anteriores, el paisaje sobrevive entre ciudades, interiores, acontecimientos míticos, históricos o literarios.
En la serie de Interiores (1970-1980) el paisaje se filtra por las ventanas, espejos y cuadros de las habitaciones; también en las paredes encontramos cielos, árboles, ramas, frutos, y rutas que parten los campos . Hasta las figuras humanas tienen cabezas o cuerpos de animales. En la etapa de Nueva York (1980-1986), a través de los ventanales de los edificios y en los ojos-espejos de los mosquitos y moscas que recorren la ciudad, aparecen bosques y ramas, antecedentes de la serie que nos presenta. Las figuras son formas caricaturescas, apenas contornos, determinadas hasta casi la inexistencia por el ambiente en el que se encuentran.
Su búsqueda entre 1985 y 1986, a partir de El mito de Narciso, se dirige hacia lo mítico, histórico y literario. A su interpretación artística se le impone el paisaje. Así vemos, tanto en la serie nombrada como en El matadero, Sonetos de Miguel Ángel y Serie clásica, al hombre-dios producido por la inteligencia humana universal haciendo equilibrio en la escena.
A pesar de sus magnánimos esfuerzos se disuelven en el paisaje, y de sobreponerse a este lo hace con gestos desproporcionados. El artista se acerca a los antiguos que pintaban en piedras con materiales poco dóciles, pero acá el límite que existe es espiritual.
El paisaje que en las primeras etapas aparecía implícito, en un papel secundario, o en detalles casi casuales, comienza a explicitarse a principios de los noventa siguiendo un proceso por el que llegamos a la muestra actual donde él es el absoluto protagonista.
A pesar que algunos críticos vieron en este giro de su obra un retroceso, Duilio continuó redoblando la apuesta. Siempre supo que el desprestigio del cual es víctima el paisajísmo es injustificado y merece ser revertido.
En la supuesta tranquilidad de este nuevo horizonte se encontró con lo que había estado buscando. Eligió el paisaje por el desafío que implicaba. Lo imaginó como “naturaleza muerta”, pero lejos de ser así, encontró un profundo, impredecible e incesante movimiento. Este es lo esencial e identitario continental que como un río subterráneo toma voz en los colores del bosque.
Hoy, después de más de una década de pintura paisajística, su mirada no va hacia ellos desde una frialdad objetiva sino que se mueve por la herencia secreta, propiedad de los demonios continentales que revuelven la subjetividad americana.
En la serie Reflejo de la memoria se aleja de presentar la totalidad del bosque para recortar y hacer foco en pedazos desde donde el artista ahonda en los detalles de su estar cambiando constantemente. Estas pinturas dan la sensación de una aproximación brusca, a tal punto que él no alcanza a esconder sus fantasmas vegetales. Así “Un fuego brilla” nos entrega esa sensación de movimiento que gira la mirada hacia un costado, mostrándonos la velocidad de la percepción.
El paisaje continental no se mantiene callado ante este arrebato del artista sino que deja escapar mil voces indoamericanas, masas indomables llamadas a educar todo lo que se les cruce en su andar impredecible y desenfrenado. Estos cantos, ritmos y gritos son plasmados por nuestro artista con “colores chirriantes” en “combinaciones combustibles”, como bien adjetivó Fabián Lebenglik.
Los cuadros que componen esta muestra van cambiando de espacio y forma con el tiempo y la ubicación del pintor. Encontramos troncos, ramas y hojas-pinceladas que varían caprichosamente. En “Rompecabezas”, doce cuadros pequeños pueden ser mirados como uno solo. Duilio nos coloca frente a un bosque haciendo foco, una y otra vez, encontrando en cada pintura colores y formas heterodoxas e independientes de la totalidad, sin afectar la continuidad del árbol que lo excede.
“Dos alcornoques en el este” y “Comechingón” nos muestran desde una cercanía algo difusa ramas que se enredan, se acarician y se abrazan en una copulación alucinante de colores encendidos a punto de estallar en mil verdades telúricas.
Adentrándonos en el bosque nos abisma la negación del cielo en “Reflejo”. Un elemento que a lo largo de esta serie sólo aparece en los nombres de los cuadros, de clara herencia romántica (“Celestial”, “Fuerza celestial”, “Horas de primavera”…). En el lago o río de esta pintura no se reflejan sino troncos y ramas; y en confusas sombras teñidas por el agua están las hojas-pinceladas de sus bosques.
Lo divino, lo mítico no es un hecho histórico o una fría superstición, Duilio lo encuentra en los paisajes continentales: “Reflejos de la memoria” nos hace entrar al bosque.
No nos queda más que callar.
Oír al menos un ruido que nos ayude a salir por otro lado inevitablemente indoamericano.
1 comentario:
nota del compañero duilio, en cordoba... http://www2.lavoz.com.ar/Nota.asp?nota_id=442929&high=pierri
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